EVOLUCIÓN DEL MOVIMIENTO OBRERO EN ESPAÑA, ENTRE 1875 Y 1923.
- Pablo Alarcon Molina
- 3 sept 2019
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Actualizado: 15 sept 2019

El asociacionismo obrero moderno dio sus primeros pasos en España durante el Sexenio Democrático (1868-1874), tras la fundación en 1869 de la primera sección española de la Internacional y, al año siguiente, de la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de los Trabajadores. La escisión de la Primera Internacional entre los seguidores de Bakunin y Marx tuvo su reflejo en España donde el movimiento obrero se dividió en dos corrientes: el anarquismo y el socialismo, con un claro predominio anarquista.
Durante la dictadura republicana del general Serrano y los primeros gobiernos conservadores de la Restauración las organizaciones obreras fueron ilegalizadas y hubieron de moverse en la clandestinidad. La situación cambió en 1881 con la llegada de los liberales al poder: aunque el primer gobierno Sagasta no aprobó una Ley de Asociaciones que franqueara la legalización de las organizaciones obreras, sí hizo una interpretación abierta de la legislación que les permitió salir de la clandestinidad. Tolerancia que, no obstante, fue acompañada de una dura represión de su actividad reivindicativa. El socialismo arraigó con fuerza en Madrid. En 1871 los tipógrafos madrileños crearon la Asociación General del Arte de Imprimir, presidido desde 1874 por Pablo Iglesias, adscrita a la corriente socialista de la Primera Internacional. El 2 de mayo de 1879, el mismo núcleo de tipógrafos fundó el Partido Socialista Obrero Español. Al carecer la capital de fuerte tejido industrial, el partido creció en el mundo de la artesanía, los oficios, y excepcionalmente, las profesiones liberales.
Durante años, el PSOE apenas sobrepasó los dos centenares de militantes. El programa político de 1880 proclamó la división de la sociedad en dos grandes clases: la burguesía, o clase dominante, y el proletariado, esclavo <en todas sus formas>. Para acabar con esta situación, el PSOE abogó por la posesión <del poder político por la clase trabajadora> y la <transformación de la propiedad individual… en propiedad común de la nación>, hitos que permitirían la <abolición de las clases sociales>. Este era el programa máximo, el horizonte hacia el que los trabajadores debían encaminar su lucha. No obstante, en la práctica, los socialistas rehuyeron la actividad insurreccional y adoptaron una estrategia gradualista, dirigida a mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora a través de negociaciones llevadas a cabo empresa a empresa, sector a sector, o mediante avances laborales o políticos puntuales, como, el reconocimiento de los derechos de reunión y asociación o el sufragio universal, junto con la reducción de la jornada laboral o la prohibición del trabajo de los niños. En las últimas décadas del siglo, los socialistas trabajaron por la expansión del asociacionismo obrero, la difusión de la conciencia de clase entre los trabajadores, la creación y consolidación de una cultura societaria con lenguaje y símbolos propios como la difusión de nuevas prácticas reivindicativas que reafirmaban su identidad grupal, como la huelga, la manifestación o el mitin. Al tiempo hicieron gala de un apoliticismo militante, acompañado de una crítica a las instituciones y al resto de los partidos políticos. Apoliticismo que figuró expresamente en las bases de la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato socialista, fundado en Barcelona en 1888. A pesar de la crítica a las instituciones, el PSOE participó en las elecciones desde la aprobación del sufragio universal; antes, la exigencia de un nivel de renta impedía votar a los trabajadores. Los socialistas lograron su primer éxito electoral al ganar cuatro concejales en Bilbao, en 1891, lo que demostró su creciente pujanza en el ámbito de la siderurgia vizcaína. Pujanza también patente en la industria minera asturiana. No obstante, el partido socialista no obtendría representación parlamentaria hasta 1910. Muchos trabajadores, aun cuando participaban con los sindicatos en las luchas obreras, seguían votando a los partidos republicanos. Y la desconfianza hacia unas instituciones percibidas como parte del instrumento de dominio burgués hacía que otros muchos ni siquiera acudieran a votar. Tras años de fracasos electorales, en 1909 los dirigentes del PSOE vencieron su repulsa y decidieron acudir a las elecciones en una candidatura conjunta con los republicanos. Sólo entonces, en 1910, Pablo Iglesias ganó el primer escaño para el partido en el Congreso.
Los anarquistas comenzaron a reorganizarse durante el primer gobierno Sagasta. En septiembre de 1881 fundaron en Barcelona la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). Casi dos tercios de sus afiliados residían en Andalucía, donde la revolución social y el reparto de tierras, evolucionó hacia el anarquismo; la mayoría de los restantes trabajaban en Cataluña. La fuerza del anarquismo andaluz asustó tanto a propietarios como al gobierno. Varios asesinatos fueron atribuidos a La Mano Negra, y sirvieron de pretexto para una durísima represión por parte de la Guardia Civil. La FTRE se disolvió en 1888. Su desaparición refleja las tensiones internas en el seno del anarquismo, dividido a estas alturas en dos grandes corrientes: los colectivistas, que consideraban que el trabajador debía poseer el producto de su trabajo, aun cuando los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo pertenecieran a la colectividad, y los comunistas libertarios, que estimaban necesario que el fruto del trabajo fuera distribuido entre los miembros de la comunidad en función de las necesidades de cada cual. La disolución de la FTRE fue también la consecuencia de llevar hasta el último extremo el ideal anarquista.
Si los socialistas, aunque fuera a largo plazo, aspiraban a la conquista del poder por parte de la clase trabajadora, los anarquistas condenaban toda forma de poder político, perseguían la abolición del Estado y veían en cualquier organización institucionalizada una nueva forma de dominación. Por esta razón nunca constituyeron un partido político, incluso a finales de la década prevaleció entre ellos <fobia organizativa>. La convicción de que una gran organización de ámbito nacional acabaría convirtiéndose en un ente administrativo burocratizado, tolerado por un Estado al que negaban cualquier legitimidad, que distrajera de la lucha obrera de su objetivo máximo: la revolución. Revolución hacia la que se encaminaba todo acto reivindicativo de la clase obrera, lucha sin cuartel contra los propietarios y los patronos, contra el Estado que les ampara. De ahí la fuerza con la que arraigó en la estrategia reivindicativa anarquista la huelga general, que debía paralizar a un tiempo todas las actividades de un lugar. Desaparecida la FTRE, el anarquismo se reordenó en pequeñas células, esta dispersión potenció las acciones individuales. Los partidarios de la propaganda por el hecho, es decir del atentado terrorista, sin ser mayoría, adquirieron claro protagonismo. Si los socialistas habían renunciado de facto a la violencia, los anarquistas se reservaron el derecho a actuar contra el Estado y los propietarios de los medios de producción, acusados de integrar un mismo entramado dirigido a esclavizar a la clase trabajadora.
En 1892 se desató una violenta espiral acción- reacción: los anarquistas replicaron a las fuerzas del orden con atentados que generaban una persecución todavía mayor. El 1897 el anarquista italiano Michelle Angiolillo asesinó de un disparo a Cánovas del Castillo. El recurso a la represión no fue la única reacción del Estado frente al empuje del movimiento obrero. En las últimas décadas del siglo XIX proliferaron los políticos y publicistas, laicos o católicos, conservadores o liberales, que mostraron su preocupación ante lo que entonces se denominaba, en términos generales, <la cuestión social>. Las organizaciones obreras hicieron aún más visibles las miserables condiciones de vida en las que se desenvolvían muchos trabajadores y extendieron entre las élites sociales y entre los gobernantes el miedo a que estallara la revolución o, cuando menos, la certeza de que aumentaría la conflictividad social si aquellas condiciones de vida no cambiaban. Miedo que se extendía por toda Europa, donde gobiernos de distinto signo adoptaron medidas dirigidas a mejorar la situación laboral y vital de las clases populares. La primera iniciativa de este tipo en España fue la creación de la Comisión de Reformas Sociales, creada en diciembre de 1883. Habría que esperar hasta 1900, cuando el gobierno conservador de Francisco Silvela aprobó la Ley de Accidentes de Trabajo, para que la legislación social diera sus primeros pasos.
BIBLIOGRAFÍA
Manual de historia política y Social de España (1808-2011). Miguel Martorell y Santos Julia.
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